Agustín Caballero Hurtado es licenciado en Ciencias Químicas
por la Universidad de Extremadura, ha trabajado en el Laboratorio Agrario
de Cáceres, ha publicado en el Boletín de la Sociedad Química
de Francia, imparte clases de su especialidad en diversos Institutos de
Bachillerato desde hace 15 años y la Editorial Filarias le publicó
en el año 2004 un espléndido libro que tuve el honor de
presentar: Compuestos orgánicos. Formulación, nomenclatura,
estructura, propiedades y curiosidades. Ahora hago lo mismo con otra obra:
Cómo resolver problemas de estequiometría. Todo esto lo
sabemos del profesor Caballero, lo que no sabía es que fuera un
excelente músico. Lo veremos luego.
La Editorial Filarias viene haciendo una excelente labor en el mundo de
la divulgación científica. Muy pocas empresas tienen los
puntos de referencia de ésta que dirige Francisco Vinagre Arias:
hay que conseguir que nuestros estudiantes se miren en el espejo de la
cultura, de la intelectualidad. Y para esto hay que luchar desde la edad
más temprana, ya que es necesario que el punto de mira de nuestra
juventud se ubique en aquellas personas que se esfuerzan y trabajan por
mejorar la sociedad. Resulta inquietante que un estudiante de periodismo
desee dedicar su vida profesional a la prensa rosa, una prensa que, generalmente,
da pruebas de inmadurez cerebral. Es preocupante, descorazonador, patético...
que en una encuesta publicada hace dos semanas, el 75% de nuestros jovencitos
entre 10 y 16 años quieran ser famosos; y es que las basuras televisiva
y educativa hace estragos. Un contrapunto: en la década de los
90 del siglo pasado le preguntaron a una niña coreana por su héroe
personal; no respondió con el nombre de un deportista, ni de una
cantante, ni de un personaje televisivo, sino con el de Stephen Hawking.
Sin comentarios.
Y todo porque la ciencia no tiene un público, o mejor, porque la
ciencia es un espectáculo ante el que hay muy pocas localidades
ocupadas.
El director de Filarias, Francisco Vinagre Arias, mi amigo Paco, tuvo
a bien encargarme la presentación del texto del profesor Agustín
Caballero, y sé que el encargo fue consensuado con el autor de
esta obra química, así que me dispongo a cumplir su deseo
sin hablar demasiado de estequiometría, no fuera a ocurrir que
saliera de este recinto escoltado por la policía municipal.
Es evidente que ya el título nos dice bien claro que no se trata
de una obra poética, sin embargo creo que es una perfecta obra
sinfónica. Me explicaré.
Que el profesor Caballero creara música no es tan raro, algunos
otros científicos también lo han hecho; así Alexander
Borodin llegó a publicar textos de química y las muy conocidas
danzas del Príncipe Igor y En las estepas del Asia Central. El
famoso biólogo y bioquímico francés, premio Nobel,
Jacques Monod fue director de conciertos de Bach en la universidad y,
después de haber investigado en el departamento de genética
del gran científico Morgan, le ofrecieron un trabajo en el que
debía enseñar crítica musical en un curso de licenciatura.
La obra de Agustín Caballero es una partitura molecular perfectamente
estructurada y organizada, con avisos para que los músicos se den
cuenta de lo que tienen que realizar. A veces aparecen en el pentagrama
unas pequeñas chinchetas que informan a los intérpretes
de la precisión de su ejecución, otras son unos relojitos
que permiten, a base de practicar, no equivocarse en las notas de esta
sinfonía, en tercer lugar hay unos ojos escrutadores que llaman
la atención sobre lo que posiblemente puede hacer mal el músico
correspondiente, también hay unos cuadraditos que recuerdan los
aspectos fundamentales de la interpretación musical y, por último,
el símbolo de unos libros amontonados permite que el intérprete
se acerque a otras partituras más complejas.
Esta sinfonía estequiométrica está organizada en
movimientos, como todas las piezas musicales que tal nombre tienen, movimientos,
repito, perfectamente marcados.
Empieza la obra con un adagio muy ligero, muy lento, sencillo, apto para
cualquier lector musical, con una perfecta armonía en sus notas.
Las moléculas son las protagonistas de este fragmento en el que,
no obstante, se hace participar a otros instrumentos: moles, molares,
etc. que establecen un diálogo perfecto con aquéllas y que
hacen que el oyente mantenga la atención de este pasaje musical
tan delicado.
El segundo movimiento de la obra es un andante. El autor abandona la tierna
melodía del adagio y suenan, con un ritmo perfecto, sin prisa,
como todos los andantes, las notas que lo conforman: conversiones, masas,
moles y litros se intercambian unos en otros, se entrelazan en perfecta
armonía y concuerdan maravillosamente con los sonidos metálicos
de los porcentajes en masa, las densidades de la disolución, etc.
El tercer movimiento, el más largo de la partitura, marca un ritmo
presto vivace. El leiv motiv de esta parte se va a repetir desde ahora
hasta la última nota de la partitura: se trata de las reacciones
estequiométricas. El ritmo se acelera, la dificultad se acrecienta
con determinados pasajes musicales, como los más difíciles
redox, los cálculos que afectan a las disoluciones, a las mezclas
gaseosas, a los reactivos impuros, etc. Son unas notas que van in crescendo
a lo largo de este espléndido movimiento y al final, casi sin avisar,
como por encanto, entra uno en el cuarto y último tiempo de esta
sinfonía estequiométrica.
Es el allegro el punto final de la obra. Corto, somero, suficiente. Perfecto
resumen que permite ejecutar todo el pentagrama. Aquí se encuentran
todos los compases, ritmos, motivos...todas aquellas notas que han desfilado
ante los músicos, todos los entresijos de los acordes que figuran
en este texto musical.
Cuando leía esta sinfonía sonaban sus notas en mi interior
y me dejaron estupefacto. Empecé a contemplar con los ojos que
no ven los rostros, sino los esfuerzos, al compositor sentado en su despacho
musical, consultando, copiando, retocando, quitando, poniendo, desvelado,
cansado, contento, inquieto... También vi que otros artistas que
nunca escribieron sinfonía alguna, golpeaban en los cristales de
su despacho y se burlaban de lo que estaba haciendo, a pesar de no saber
de qué se trataba.
A estos los conocí a todos, llevaban máscaras de músicos
importantes, pero cuando se las quitaron no hacían más que
desafinar. Son los permanentemente atribulados, siempre merodean alrededor
del que trabaja, si pueden se aprovechan de su obra, si no, la desprecian,
les encanta la música, dicen, pero se han convertido en tramoyistas
de teatros de aldea.
En algún momentos tuve la impresión de que desfallecía
el compositor, creo que intentaba romper lo que estaba haciendo. Refunfuñaba
sobre los intérpretes porque quizá pensaba que no merecían
tal esfuerzo. Me pareció que las notas de los moles, reacciones
y disoluciones iban a terminar en la papelera. Quise gritar y detenerle,
pero era un sueño, no podía.
Por fin, desistió de su idea y continuó la obra. Acaso,
pensó, estas notas pueden ser suficiente para que uno solo de ellos
acabe amando la música y si no es la música, es posible
que estas notas le sirvan para acercarse a otro arte, sería suficiente.
También, en mi sueño, vi algunos jóvenes intérpretes
que tocaban las notas escritas en esta partitura y cómo se equivocaban,
y rectificaban los ritmos desacompasados y expresaban su alegría
por lo sencillo que era tocar esta partitura. Y finalmente, cuando terminaron
las ejecuciones, muchos olvidaron quién les enseñó
a tocar, pero otros, seguro, le tendrán como el mejor compositor
y le mantendrán en el recuerdo todos los días de su vida.
Francisco Teixidó Gómez
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